Una historia sin final




Estuve a punto de atravesar el control de acceso al andén y echarme en sus brazos. Deseaba con todas mis fuerzas besarlo, no un beso de despedida, sino el beso que mis labios estuvieron reprimiendo los dos días escasos que pasamos juntos. Pero cuando se volvió para decirme adiós con la mano, la expresión de su cara me detuvo, tenía esa mirada que yo conocía bien. Una mirada de impaciencia, casi de fastidio. Como la de quien opina que la misión está cumplida y todo lo demás, es perder el tiempo. Le respondí al gesto con mi mano y me alejé para que no viera la tristeza en mis ojos, cuando me sobrepuse y lo busqué con la mirada, se había perdido entre la gente.


Me costó subir las escaleras que me llevaron de nuevo a la calle, parecía que mis pies pesaran una tonelada cada uno. Estaba cansada, quería pensar que era debido a la incipiente gripe que me estaba invadiendo. Llevaba toda la noche tosiendo y no había descansado bien –al menos, esa era la disculpa que me daba a mí misma-. Arriba, el sol entibiaba la fría mañana de enero y allí, en el centro, la gente caminaba sin prisa, deteniéndose en los escaparates que en esos días ya anunciaban increíbles rebajas. Yo iba como anestesiada, el bullicio de la calle me llegaba desde muy lejos, a penas si veía los rostros con los que me cruzaba y sus voces se confundían con el sonido del tráfico rodado produciendo un ruido que en otro momento me hubiera resultado desagradable, pero que en aquel, casi agradecí ya que evitaba que escuchara mis propios pensamientos.


Quería hacer unas compras, sin embargo, mis pasos me llevaron a la puerta del hotel. En recepción pedí un par de aspirinas, no me sentía bien, me dolía la cabeza y no paraba de toser. Subí a la habitación y las tomé con un baso de agua. Un rayo de sol caía sobre la cama invitándome a recibir su caricia. Me senté en el lugar en donde había dormido él y me recosté sobre las almohadas, las sábanas aún conservaban su olor y fue entonces cuando las lágrimas fluyeron ya sin control. Llevaba dos días haciendo grandes esfuerzos por contenerlas cada vez que él me contaba sus proyectos, su ilusiones, me hablaba de un futuro en donde yo no tenía más cabida que la de ser esa amiga esporádica a la que se recurre para desahogarse.


Me debí quedar dormida porque me sorprendieron unos golpes en el pasillo, supuse que era la señora de la limpieza, miré el reloj y me puse rápidamente en marcha. Habían pasado más de dos horas y no me quedaba mucho tiempo para llegar a la estación.


Llegué todo acalorada, las pantallas informativas anunciaba la salida de mi tren en diez minutos, bajé al andén todo lo deprisa que me permitía las escaleras mecánicas y busqué el compartimento que tenía asignado. Una vez colocada la bolsa de mano sobre la porta equipajes, respiré aliviada.